Misa Estacional en Catedral Basílica de Salta

Homilía

 

Queridos hermanos salteños:

 

Vengo desde Rosario de Santa Fe, como un peregrino más, para dar gracias al Señor y a la Virgen del Milagro por su infinita Misericordia. Vengo a tomar gracia, como un peregrino más, para renovar mi vida de fe, renovar mi ministerio como pastor, viendo también por la Iglesia que presido en Rosario, ante el Señor y la Virgen.

 

Quiero agradecer la generosa hospitalidad de Mons. Mario Cargnello, Arzobispo de Salta  y que me haya invitado a presidir esta gran Solemnidad. Saludo también a mis hermanos Obispos: Mons. Marcelo Martorell, Emérito de Iguazú; Mons. Eduardo García, Obispo de San Justo que nos acompañan en esta Celebración. También saludo cordialmente al Sr. Gobernador y demás autoridades que nos honran y nos acompañan con su presencia.

 

En estos pocos días que estuve aquí compartiendo con ustedes el Triduo del Señor y la Virgen del Milagro, he quedado muy reconfortado al ver la fe de todos ustedes. Es impresionante ver la plaza en silencio. Era impresionante ver a tantos con su librito rezando la novena, sobre todo en algunas horas que estuve confesando. En la confesión, más que quedarse asombrado por los pecados, que la mayoría de las veces son todos los mismos; lo novedoso, lo reconfortante es el espíritu de fe que yo percibí, especialmente en los más humildes, que viniendo aquí con todo su sufrimiento y su dolor, vienen confiando plenamente en el Señor y la Virgen y en su infinita Misericordia. Realmente uno queda edificado y renovado en la fe, por eso, ciertamente que cuando me vaya de aquí, voy a volver con una esperanza renovada para seguir ejerciendo el Ministerio allí donde el Señor me ha puesto, llevando a mis fieles y sacerdotes, todo esto que he podido comprobar, tocar con mis manos y ver con mis ojos.

 

Es hermoso que hoy podamos renovar este Pacto de Fidelidad, que ustedes desde ya hace siglos vienen realizando al Señor, que: “Tú dulce Jesús, serás siempre nuestro y nosotros seremos tuyos”. Pertenecer, esto es  lo importante, decir que “el Señor es nuestro y nosotros somos suyos”, es este sentido de pertenencia, lo que nos da la identidad como personas y como pueblo es la pertenencia ¿De quién soy yo? ¿A quién pertenezco? ¿Para quién vivo? ¿Para quien juego yo el partido de la vida? No se puede servir a dos señores, se amará a uno y se aborrecerá al otro. Nosotros hoy vamos a renovar este Pacto de Fidelidad al Señor, diciéndole que “Somos suyos”, que a Él pertenecemos. Esto nos da nuestra identidad, un rostro claro y bien definido. La cultura moderna, contemporánea siempre ha querido arrancarnos nuestras raíces, siempre nos ha hecho creer que uno renunciando a las raíces, olvidándose de dónde viene, va a ser más uno mismo, va a tener más libertad y, en realidad, cuando nos desprendemos de nuestra historia y olvidamos a nuestros antepasados por los cuales hoy estamos aquí, somos como una hoja de un árbol que se corta, se seca y el viento la lleva de un lado para el otro. Es así cuando no tenemos sentido de pertenencia. Por eso que bueno, que importante es que cada año se renueve este Pacto y que cada día renovemos nuestra fidelidad al Señor, diciéndole que somos de Él y Él es nuestro.

 

Me impresiona este “para siempre”. Hoy vivimos en una sociedad liquida. Ustedes saben  que los líquidos no tienen forma ni volumen, y en los líquidos prevalecen las fuerzas de dispersión sobre las de atracción. En cambio, lo sólido tiene forma y volumen y prevalecen las formas de atracción sobre la de dispersión. Entonces decir una palabra “para siempre” es signo de solidez. Hoy parece que la palabra no tiene valor, no se cumplen las palabras dichas, no se cumplen las promesas que se hacen, hay miedo de asumir compromisos permanentes, hay un miedo de decir: “Voy a ser fiel”, pasa en los matrimonios o en la vida sacerdotal.

 

Me uno a este “para siempre” de ustedes queridos hermanos, diciéndole “seremos para siempre tuyos Señor”. Que importante que es esto, porque sólo la constancia salva nuestras vidas, sólo la perseverancia, sólo renovar cada día el sí al Señor es lo que nos hace estar de pie, nos hace caminar con esperanza aún en medio de las grandes dificultades que atravesamos en este tiempo de sufrimiento por la pandemia, la falta del trabajo, la pobreza, la violencia, la drogadicción y el narcotráfico y tantos otros males que padecemos. Pero si nosotros permanecemos firmes en el Señor, si renovamos nuestra fidelidad estamos en condiciones de afrontar con más lucidez y con más fortaleza todas las dificultades por las cuales tengamos que pasar.

 

Este Pacto, esta alianza, esta renovación de la alianza es ante el Señor Crucificado.  Esta es la gran paradoja, que dando la vida, perdiendo la vida se la salva, es lo que el Señor Jesús hizo por nosotros. Tanto amó Dios al mundo que nos envió para que fuéramos salvados por medio de Él.  Qué locura de amor la del Señor por nosotros, que como respuesta al pecado, en vez de aniquilarnos como dice el Salmo: si nos trataras conforme a nuestras culpas ¿Quién podrá resistir?  Nos enviaste a tu hijo amado, que se hizo el último de todos, el servidor de todos y entregó su vida para darnos la vida eterna, para darnos la salvación y liberarnos del pecado y de la muerte. ¡Cuánto amor, cuánta misericordia, cuanta compasión del Señor por todos y cada uno de nosotros! por esta humanidad menesterosa, humanidad pobre, humanidad pecadora. Pero,  esta es la locura del amor de Dios, que no es un amor ficticio o de primavera; hoy un juramente, mañana una traición, es un amor concreto. El Crucificado es la muestra palmaria de que Dios nos ama.

 

Por eso al darnos este don de la fe, cuantas gracias tenemos que dar al Señor los cristianos, porque nos sabemos pertenecientes a Él y por lo tanto ser sus hijos y los herederos de la gloria, porque para eso el Señor nos ha creado, no para la muerte o el fracaso, sino para la gloria del cielo, para una gloria eterna, para siempre.

 

Por eso queridos hermanos, hoy le pedimos al Señor la gracia que también nosotros, como Él, nos animemos a dar la vida, a perder la vida por nuestros hermanos, a ser servidores de nuestros hermanos y no a querernos servir de ellos. Cuánto necesita nuestra patria de este amor para zanjar las grietas que nos dividen y nos enfrentan, para descubrir que el otro es mi hermano, que el otro es un don para mí y no es un cero a la izquierda, que aunque el otro no piense como yo o sea  distinto es un bien para mí, por el cual estoy llamado a dar la vida.

 

Este amor del Crucificado es fuerte y por eso nadie lo puede vencer porque se ha desarmado totalmente, a diferencia de los poderes de este mundo que siempre se están peleando para ver quién  agarra más. Aquí se despoja de todo, lo pierde todo, desnudo, abandonado por todos. Pero desde allí, donde  Él vence; por eso la Cruz es invencible. Si nosotros amamos al crucificado y somos de Él también somos invencibles. Y también, si ofrecemos la vida como Él, estamos contribuyendo al bien tan precioso que nuestra patria necesita, para poder salir de su estado de postración y poder iniciar un rumbo de progreso, no sólo material sino espiritual, de fraternidad, de respeto por el otro, que sea realmente digno de la persona humana. A eso nos llama el Señor a dar la vida, a esa locura del amor, a despojarnos de todo, sabiendo que el amor vence al mundo. El amor de Cristo y si nosotros estamos unidos a Él también.

 

Demos gracias al Señor por el don de la fe, pidámosle que nos de la gracia de amar como Él nos amó. Amén.

 

 

 

Mons. Eduardo Eliseo Martin

Arzobispo de Rosario

 

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