Homilía de Mons. César Daniel Fernández, Obispo de jujuy

Queridos hermanos:


La Celebración litúrgica del Señor del Milagro que es la cumbre de estos días celebrados en honor a nuestro Señor y a su Santísima Madre, nos pone con todo realismo frente al misterio de su infinito amor por cada uno de nosotros, que somos su pueblo.

Una vez más el pueblo de Salta reconoce y agradece el Amor de su Señor y manifiesta su compromiso de
corresponder a este Amor, renovando el pacto de fidelidad por el cual nosotros queremos ser siempre suyos como Él es nuestro.

Desde aquellos días de setiembre de 1692, año tras año la Iglesia desde Salta nos recuerda la permanente
vigencia de este Amor fiel, que acompaña y da sentido a nuestra vida. Y todos nosotros, pueblo cristiano, sabiendo y experimentando la dulzura del Amor de nuestro Señor crucificado, una vez más, hemos venido a adorarlo.

En lo más alto de la experiencia espiritual de estos días, se levanta la Cruz. En lo más hondo de nuestra
conciencia cristiana, se levanta la Cruz gloriosa del Señor.

Es hoy nuevamente, cuando se cumple el anuncio de Jesús que hemos leído en el Evangelio que se ha proclamado: su cruz es levantada en alto, y nosotros respondemos con toda la convicción de nuestra fe: «Vengan, adoremos al Señor del Milagro y celebremos su Amor redentor».

Lo decimos hoy nuevamente desde Salta como una invitación a todos los hombres y mujeres de nuestra Patria y del mundo entero: «Vengan, adoremos al Señor del Milagro y celebremos su Amor redentor».

Sí, adoremos al crucificado. A aquel que por nosotros está en la cruz.

Porque esta es, queridos hermanos la gran verdad de esta celebración: el amor infinito de Dios por cada uno de nosotros, por cada hombre. En el Credo – profesión de fe cristiana de todos los tiempos – hemos aprendido a confesar que Jesucristo «por nosotros y por nuestra salvación se hizo hombre, y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilatos»…

Sí, Dios nos ha salvado, nos ha rescatado, nos ha reconciliado con el Padre y nos da la posibilidad de vivir una vida nueva, la vida nueva de la gracia, la vida nueva del amor. Porque el Amor verdadero se derrama sin medida desde el madero de la Cruz.

Desde la Cruz de nuestro Señor cada uno de nosotros tiene la posibilidad de hacer la experiencia, de comprenderse y saberse como hijo Amado por Dios.

Creo que no debe haber para un hombre dolor ni frustración más grande que experimentar que no ha sido amado de verdad. Cada uno de nosotros tiene la necesidad de saber que ha sido amado y de que es amado. Sin ello sentimos que la vida, nuestra vida no tiene sentido.

Al servicio de esta verdad es que la Iglesia se siente invitada a llevar esta Buena Noticia al corazón de todo hombre y mujer que viene a este mundo. Desde la Cruz del Señor comprendemos que cada uno de nosotros, cada hombre que viene a este mundo nace para ser y experimentarse como hijo amado de Dios, para ser y experimentarse como hija amada de Dios.

Y para que no haya olvido de esta gracia, nosotros que comprendemos bien el lenguaje de la cruz, nos debemos sentir enviados para ir a decirle a cada hombre y mujer sobre la tierra: «Tu eres un hijo muy amado. Tú, una hija muy amada». Para anunciarlo y hacerlo sentir, hacerlo experimentar.

Cada persona que entra a este mundo lleva impresa en el alma el sello de su filiación, el sello indeleble del amor del Padre, el sello del Hijo amado. Y si mi hermana o mi hermano está desfigurado: «más amado». Y si ha caído en el abismo del pecado: «más amado». Y si ha sido rechazado o marginado: «más amado».


El Padre al levantar a su Hijo en lo alto de la Cruz ha hecho opción definitiva por cada uno de sus hijos. Una opción irrevocable, como son todas las opciones de Dios y este anuncio es piedra angular ·del Evangelio y el sentido más profundo y hermoso de nuestra misión como bautizados: somos discípulos misioneros de este amor.

Hoy nuevamente podemos renacer todos de este amor, podemos nacer de nuevo a una vida más entregada, más comprometida, más llena de amor hacia Dios y hacia nuestros hermanos. iCómo no le vamos a devolver amor con amor al Señor! Si: «tras largo camino, llegaste Señor a este suelo, con tu amor buscando … el amor de un pueblo»

Nuestro pueblo sencillo que camina cada año varios días para hallarse a los pies del Señor, sólo guarda un deseo y un anhelo en su corazón: estar a los pies del Señor, adorar la cruz, besar la cruz de nuestro Señor. Un anhelo y un deseo que quizás para los gustos modernos resulte un tanto incomprensible. Pero se trata de un gesto excepcional.

Porque besando a Cristo, se besan todas las heridas del mundo, las heridas de la humanidad, las recibidas y las inferidas, las que los otros nos han infligido y las que hemos hecho nosotros.

Cristo, desde la cruz, ha derramado la vida, y nosotros, besándolo, acogemos su beso, es decir, su expirar amor, que nos hace respirar, revivir, reencontrar nuestra identidad más profunda. Sólo en el interior del amor de Dios se puede participar en el sufrimiento, en la cruz de Cristo, que, en el Espíritu Santo, nos hace gustar del poder de la resurrección y del sentido salvífica del dolor.

Vivamos, entonces, hermanos este día de homenaje al Señor crucificado del ·Milagro como un día de adoración, como un profundo encuentro de amor. Amor que nuevamente esta tarde tomará la seriedad de un renovado pacto de fidelidad. Siempre será nuestro … que seamos siempre suyos. Que su Cruz se levante siempre sobre nuestra vida para recordarnos este amor. Y que en el beso de amor que expresan los pies cansados y los corazones rebosantes de felicidad de estos días, se abracen y se besen para siempre «nuestra miseria y su misericordia».

Que así sea.

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