5 de abril de 2023

Lecturas:

1. Is 61,1-3ª. 6ª. 8b-9

S.R. 88,21-22.25-27

2. Apoc 1,4b-8

Ev Lc 4,16-21

HOMILÍA

Queridos hermanos sacerdotes,

diáconos, lectores en camino al diaconado permanente;

seminaristas, religiosos y religiosas,

queridos catequistas,

hermanos y hermanas todos:

“Dice el Señor:

Mi fidelidad y mi amor lo acompañarán, su poder crecerá a causa de mi Nombre…

Él me dirá: “Tú eres mi padre, mi Dios, mi roca salvadora” (Sal 88, 25.27)

   Caminamos hacia el Jubileo del ya próximo 2025 y procuramos hacerlo, con toda la Iglesia, en un clima de sinodalidad. Hemos escuchado las voces de los que, generosamente participaron en la etapa diocesana del Sínodo de la Sinodalidad y nos interpela la llamada de nuestros fieles a crecer en su fe pidiéndonos a nosotros, sacerdotes y agentes de pastoral, el servicio a la formación cristiana y la profundización de la llamada a vivir la Iniciación cristiana. El Papa Francisco nos recordaba, también él, que la formación constituye un desafío pastoral importante[1] y en la Encíclica Lumen Fidei resaltaba “la importancia que tiene hoy el catecumenado para la nueva evangelización”. El catecumenado, afirma, es camino de preparación para el bautismo, para la transformación de toda la existencia en Cristo”[2]

              Por eso, en un esquema que incluye los tres años hasta el 2025, este año lo dedicamos al misterio de la fe, al sacramento del bautismo y al Credo, símbolo y distintivo de nuestra fe.

I

              En su primera Carta Encíclica “Lumen Fidei”, firmada por el Papa Francisco, nos enseña que para transmitir la riqueza de la fe, en la Iglesia, “hay un medio particular, que pone en juego a toda la persona, cuerpo, espíritu, interioridad y relaciones. Este medio son los sacramentos, celebrados en la liturgia de la Iglesia. En ellos se comunica una memoria encarnada, ligada a los tiempos y lugares de la vida, asociada a todos los sentidos, implican a la persona, como miembro de un sujeto vivo, de un tejido de relaciones comunitarias. Por eso, si bien, por una parte, los sacramentos son sacramentos de la fe, también se debe decir que la fe tiene una estructura sacramental[3].

              “La transmisión de la fe se realiza en primer lugar mediante el bautismo… San Pablo dice que “por el bautismo fuimos sepultados en él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” … En el bautismo el hombre recibe también una doctrina que profesar y una forma concreta de vivir, que implica a toda la persona y la pone en el camino del bien. Es transferido a un ámbito nuevo… en la Iglesia. El bautismo nos recuerda así que la fe no es obra de un individuo aislado, no es un acto que el hombre pueda realizar contando sólo con sus fuerzas, sino que tiene que ser recibida, entrando en la comunión eclesial que transmite el don de Dios: nadie se bautiza a sí mismo, igual que nadie nace por su cuenta. Hemos sido bautizados”[4]

              Somos bautizados en el nombre de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esto nos regala una nueva condición, la condición de hijos de Dios. Al ser sumergidos en el agua se nos invita a pasar por la conversión del “yo”, para abrirnos a un “Yo” más grande y para seguir a Cristo en su nueva existencia de resucitado. La acción de Cristo nos transforma en lo profundo de nuestro ser, nos hace hijos adoptivos de Dios, partícipes de su naturaleza divina modificando nuestras relaciones, nuestra forma de estar en el mundo y en toda la creación.

              Queridos hermanos sacerdotes: Nosotros somos servidores de la fe del Pueblo de Dios, somos los pedagogos que ayudamos a caminar a los hermanos hacia el Bautismo y desde el Bautismo en la vida nueva de la fe. Nuestra responsabilidad es vivir intensamente nuestro ser cristiano abriéndonos al Yo de Dios en la dinámica del amor de Jesús que dio su vida por los hermanos. Somos los primeros responsables de la vida sacramental y catequística en nuestras parroquias y comunidades que la Iglesia nos confía. Cuidemos la formación permanente de nuestros catequistas, cuidemos a los niños, jóvenes y adultos que piden una formación adecuada a las exigencias de un tiempo que reclama “dar razón de nuestra esperanza”. Celebremos con cuidado los sacramentos, en particular el bautismo de niños y jóvenes, también de los adultos.

              Queridos catequistas:No nos cansemos de acompañar a nuestros catequizandos al encuentro con el Señor Jesús, testimoniando la alegría de ser sus discípulos y misioneros. Les agradezco la generosidad de su entrega y los encomiendo al cuidado de nuestra Madre del Milagro, la gran catequista que nos lleva al encuentro con su Hijo Crucificado, Muerto, Resucitado y hecho Eucaristía.

II

              Recordábamos que la fe se nos transmite, en primer lugar, por el bautismo. Desde allí, la fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia. En nuestro padre Abraham vemos que la fe está vinculada a la escucha. Abraham no ve a Dios, pero oye su voz. Por ello la fe adquiere un carácter personal que se convierte en interpersonal. A Abraham Dios le dirige la Palabra y lo llama por su nombre. La fe es la respuesta a esa Palabra que lo interpela personalmente, que lo llama por su nombre. La Palabra es una llamada y una promesa. Una llamada a salir de su tierra, una invitación a abrirse a una vida nueva. Tiene que dar siempre un paso adelante, y en la medida en que camina, ve.

              La palabra es portadora de una promesa: su descendencia será numerosa. Él será padre de un gran pueblo. Por eso la fe abre también a un futuro y está ligada con la esperanza. Abraham debe fiarse de la palabra, que, por ser de Dios, es lo más seguro que pueda haber y hace posible que nuestro camino tenga continuidad en el tiempo.  Por ello puede pronunciar el “amén” que expresa la fidelidad de Dios y la fidelidad del hombre. El hombre puede ser fiel en la medida que se confía en el Dios fiel.

              En Abraham la Palabra de Dios lleva consigo la promesa de la paternidad porque Él es la fuente de la que procede toda vida. El Dios Padre es el Dios creador. Abraham cree en el Dios creador hasta el punto de confiar en el momento de la prueba suprema. Lo enseña la carta a los hebreos: “Por la fe, Abraham, cuando fue puesto a prueba, presentó a Isaac como ofrenda: él ofrecía a su hijo único, al heredero de las promesas… Y lo ofreció, porque pensaba que Dios tenía poder, aún para resucitar a los muertos. Por eso recuperó a su hijo” (Heb 11.17.19).

              El camino de Abraham será continuado por Israel en el éxodo y en ese caminar será el culto el que recogerá la memoria que genera esperanza e impulsa el camino. La memoria de los beneficios de Dios en la historia ilumina del camino en el tiempo. Allí, en el camino de Israel en su historia descubrimos que el enemigo de la fe es la idolatría porque la idolatría no nos permite descubrir el Rostro de Dios ya que optamos por un rostro que no es un rostro sino una proyección de nuestro egoísmo que nos encierra en un laberinto sin salida.

              La fe, en cambio, está vinculada a la conversión y se opone a la idolatría. Ella nos llama a volver al Dios vivo. “Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia. La fe consiste en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios”[5].

              En el camino del éxodo se destaca la figura de Moisés, el mediador. Él ha servido a la unidad del pueblo que supo caminar en unidad. Bajo su guía se fue constituyendo en un pueblo. El acto de fe individual se fue insertando en una comunidad, en el nosotros común de un pueblo que se convierte en un solo hombre, en el “hijo primogénito” (Ex 4,22). De este modo la mediación se convierte en una apertura, en el encuentro con los demás. Aquí el conocer es compartido hasta descubrir la historia de la salvación y en ella nuestra propia historia.

              Nosotros somos cristianos. Nuestra fe se centra en Cristo. Jesús es el Señor y Dios lo ha resucitado de entre los muertos.  Cristo es el sí definitivo a todas las promesas y el fundamento de nuestro “amén” a Dios. Jesús nos muestra que Dios es fiable. Jesús es la Palabra eterna de Dios, es la Palabra definitiva. No hay garantía más grande que Dios nos pueda dar para asegurarnos su amor. La fe cristiana es fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo. La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último.

              La mayor prueba de la fiabilidad del amor de Cristo se encuentra en su muerte por los hombres. Dar la vida por los amigos es la demostración más grande de amor. Los evangelistas han situado en la hora de la cruz el momento culminante de la mirada de fe, porque en esa hora resplandece el amor divino en toda su altura y amplitud. Aquí se asume la verdad de la encarnación de Cristo que en su humanidad nos muestra su amor indefectible por nosotros, que es capaz de llegar hasta la muerte para salvarnos. ¡Cuánto me ama! ¡Cuánto nos ama el Señor!

              Es la resurrección la que da luz a la fiabilidad del amor de Cristo en la Cruz. El Resucitado es el digno de fe. Si el amor del Padre no hubiese resucitado a Jesús de entre los muertos, si no hubiese podido devolver la vida a su cuerpo, no sería un amor plenamente fiable, capaz de iluminar también las tinieblas de la muerte. Jesús es fiable por su amor hasta la muerte, pero también por ser Hijo de Dios. Precisamente porque Jesús es el Hijo, porque está radicado de modo absoluto en el Padre, ha podido vencer a la muerte y hacer resplandecer plenamente la vida[6].

              Hay otra dimensión de la fe. Nosotros creemos en Cristo, pero también nos unimos a él para poder creer. La fe mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos. Él es el experto en las cosas de Dios. La vida de Cristo abre un nuevo espacio a la experiencia humana. No sólo creemos que es verdad lo que Jesús nos dice, también creemos en Jesús cuando lo acogemos personalmente en nuestra vida y nos confiamos a él mediante el amor y siguiéndolo a lo largo del camino. La fe no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo y esto nos lleva a comprometernos, a vivir con mayor intensidad nuestro camino en la vida.

              El que cree es transformado en una creatura nueva, recibe un nuevo ser, un ser que es hijo en el Hijo. Este es el don originario y radical que está en la base de nuestra existencia. Por eso crecemos desde la oración del Padre nuestro. Todo es don. No podemos pretender justificarnos a nosotros mismos desde nosotros mismos. La salvación comienza con la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y protege la existencia.  La fe en Cristo nos abre a un Amor que nos precede y nos transforma desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros. El creyente es transformado por el Amor. Y es el Espíritu Santo el que nos ensancha para poder ser habitados por el Dios Amor.

              Por la obra del Espíritu la existencia del creyente se transforma en una existencia eclesial. El creyente aprende a verse a sí mismo a partir de la fe, sabe mirarse en el espejo de Cristo. Y como Cristo abraza en sí a todos los creyentes, que forman su cuerpo, el cristiano se comprende a sí mismo dentro de este cuerpo, en relación con Cristo y con los hermanos.  Por ello fuera de la unidad de la Iglesia que es la portadora histórica de la visión integral de Cristo sobre el mundo, la fe pierde su medida.

              La fe tiene una configuración necesariamente eclesial, se confiesa dentro del Cuerpo de Cristo, como comunión real de los creyentes. La Palabra de Cristo se transforma en el creyente en respuesta y se convierte en palabra pronunciada, en confesión de fe y anuncio.

              Queridos hermanos sacerdotes. Nosotros somos bautizados y como Moisés hemos sido llamados para ser mediadores, los servidores, desde Jesús, de la comunión en la Iglesia. Este misterio que nos constituye en ministros de Cristo y de la Iglesia nos compromete a vivir la comunión presbiteral y a vivir la comunión con la Iglesia local y con la Iglesia extendida por toda la tierra.

              Por otra parte, hemos de formarnos permanentemente para ser los maestros de la fe que reclaman nuestros fieles, testigos del Amor incondicional y absoluto que da vida a nuestros fieles, vigías de un tiempo nuevo que nace del agua viva que brota hasta la vida eterna. Que nuestro celibato y nuestra pobreza sean el testimonio de una libertad interior que manifieste a los hombres y mujeres que es posible ser hijos, que es posible superar toda esclavitud cuando afirmamos nuestra existencia en Cristo, el Crucificado y Resucitado.

III

                            Hablamos de la confesión de nuestra fe dentro de la comunión eclesial. En la celebración de los sacramentos la Iglesia transmite su memoria, en particular mediante la profesión de fe. En la confesión de la fe, toda la vida se pone en camino hacia la comunión plena con el Dios vivo. En el Credo el creyente es invitado a entrar en el misterio que transforma por lo que se profesa.

                            El Credo tiene una estructura trinitaria: el Padre y el Hijo se unen en el Espíritu de amor. El creyente afirma así que el centro del ser, el secreto más profundo de todas las cosas, es la comunión divina. Además, tiene una profesión cristológica mostrando que el Dios Trino en Cristo es capaz de abrazar la historia del hombre, de introducirla en su dinamismo de comunión, que tiene su origen y meta última en el Padre.  Todas las verdades que se creen proclaman el misterio de la vida nueva de la fe como camino de comunión con el Dios vivo.

                            La profesión de fe se completa en la oración del Padre nuestro y nos lleva a vivir guiados por el decálogo, camino de gratitud, de la respuesta del amor transformado por el Amor del Padre. Este camino se vive bajo la luz del Sermón de la Montaña que lleva a plenitud los diez mandamientos.

                            Queridos hermanos sacerdotes: La unidad de la Iglesia, en el tiempo y en espacio, está ligada a la unidad de la fe.  “Si la fe no es una, no es fe”, decía San León Magno. La fe es una por la unidad de Dios. La fe es una porque se dirige a y desde el único Señor, Jesucristo. La fe es una porque es compartida por toda la Iglesia que forma un solo cuerpo y un solo espíritu. Nos toca a nosotros conservar la unidad de la fe para cuidar la unidad de la Iglesia. No disminuyamos la grandeza de nuestra fe. Cuidemos esta grave tarea, nos la confió el Señor al llamarnos sus amigos.

                            Que nuestra Madre del Milagro nos acompañe. ¡Madre, ayuda nuestra fe!

                                                                                                                               Mario Cargnello

                                                                                                                                                             Arzobispo de Salta

                  Esta homilía está redactada a partir de los tres primeros capítulos de la Carta Encíclica del Papa Francisco, Lumen Fidei.


[1] FRANCISCO, Cfr. Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium. 24.11.2013 -a partir de ahora EG-, 102

[2] FRANCISCO, Carta Encíclica Lumen Fidei, 29.06.2013, -a partir de ahora LF-, 43.

[3] LF, 40

[4] LF 41

[5] LF 13

[6] Cfr. LF 17

Fotografía Gentileza de Leonor Vazquez

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *