Homilía

1Re 19,1-8

Sal 39,2.4ab. 7-10

Ev. Jn 19,1-7

Pilato volvió a salir y les dijo:

“Miren, lo traigo afuera para que sepan

que no encuentro en él ningún motivo de condena”.

Jesús salió llevando la corona de espinas y el manto rojo.

Pilato les dijo: “¡Aquí tienen al hombre!”.

¡Señor del Milagro, gracias por atraernos hacia ti para renovar, también este año, el Pacto de amor contigo! Traemos en el corazón el dolor y la alegría, las esperanzas y las angustias de nuestros hermanos en esta hora de nuestra historia.

¡Aquí nos tienes, Señor! Traemos nuestros dolores, nuestras preocupaciones, la pobreza de muchos argentinos. Con nosotros vienen nuestros pecados, nuestras infidelidades, pero también nuestras esperanzas que se apoyan en tu fidelidad constante y siempre renovada. Una profunda crisis moral atraviesa nuestra historia y su impacto destructor golpea a todos, especialmente a los más pobres, a los más necesitados. ¡Muéstranos tu Rostro, Señor! Necesitamos conocerte y dejarnos iluminar por la luz de tu mirada y la fuerza de tu corazón.

I

Queridos hermanos: Contemplar a Jesús en el Evangelio nos pone delante de un hombre marcado por una autoridad única, superior, un hombre profundamente libre. ¡Aquí tienen al hombre!

Los que lo escuchaban manifestaban el impacto que producía en ellos su persona: “Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mc 1,22).

Esa autoridad era la manifestación de una profunda libertad interior. Era libre frente a su familia; a sus discípulos les exige esa libertad frente a sus familias. Jesús era libre frente a los grupos religiosos dominantes: los escribas, los fariseos y los saduceos. No tiene miedo de tratar con ellos, pero es duro en la respuesta. No admite la pretensión de quienes se consideraban los dueños de la Ley y, en último término de la voluntad de Dios.

Jesús no es un sectario, no se separa del pueblo. Por el contrario, se encuentra a gusto con los que no pretenden imponerle a Dios su camino. Muchos de ellos no tienen lugar entre los considerados justos, son los publicanos, los pecadores, los pobres. Está libre de prejuicios sociales. Es libre en la elección de sus amigos. Apreciaba a Lázaro, apreciaba y respetaba a las mujeres: María, Marta, y a María Magdalena la convierte, después de su Resurrección en apóstol de los apóstoles.  Conversa con la samaritana provocando su perplejidad: “¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” (Jn 4,9). Jesús es libre frente a cualquier presión social.

También es libre frente al poder político: no le da miedo. Basta leer su apreciación acerca de Herodes. No entra en cálculos políticos ni en compromisos. Tampoco se deja atrapar por el juego político de los zelotes que lo quisieron arrastrar a la rebelión contra los romanos.

La libertad de Jesús impresionó a sus contemporáneos. Es un doctor de la ley, un fariseo, el que lo elogia: “Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios, sin tener en cuenta la condición de las personas porque tú no te fijas en la categoría de nadie” (Mt 22,16).

Las palabras y los gestos de Jesús eran libres y generaban libertad. Proclama la verdad y ofrecía la salud a los enfermos, devolvía el andar a los paralíticos, la vista a los ciegos, el oído a los sordos, integraba en la comunidad a los excluidos. (Cfr. Mc 7,37)

Esta libertad profunda de Jesús y su autoridad lleva a la pregunta de los que lo rodean: “¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos?” (Mc 6,2).

Será en la Cruz, cuando se haya consumado su libertad en la entrega total de su ser al Padre y del don de su vida por cada uno de nosotros, el momento en el que resplandecerá la fuente de su libertad y de su autoridad. Será el centurión, que estaba frente a él, es decir, un pagano, el que proclamará: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39).

Por eso Pedro, en su segunda carta dirá: “No les hicimos conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo basados en fábulas… sino como testigos oculares de su grandeza. En efecto, él recibió de Dios Padre el honor y la gloria, cuando … le dirigió esta palabra: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección. Nosotros oímos esta voz que venía del cielo” (2 Pe 1,16-18).

Es su relación única con el Padre, es  la fuente de todo su ser y de su actuar. Él es el Dios de Dios, luz de luz que se hizo carne por obra del Espíritu Santo en el seno de la Bienaventurada Virgen María. Su disposición a hacer la voluntad del Padre es la fuente de su libertad; es su entrega total por cada uno de nosotros el manantial inagotable de su autoridad. Jesús es el Dios con nosotros, es el rostro humano de Dios, el principio y fin de nuestra historia. Él es todo.

II

Con Él vamos a establecer, también este año, el pacto de amor y de fidelidad. Establecer un pacto es ser interpelado en lo profundo de nuestro ser para crecer como hijos de Dios. Un pacto se da entre iguales o, en este caso, entre un Dios que nos pone a su altura y nosotros que, siendo tan pequeños, abrimos nuestro corazón a su Espíritu para que Él nos haga capaces de ser libres como Jesús.  

¿Qué quiere decir “ser libres como Jesús”? La libertad es una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. Podemos elegir, podemos decidir. Elegir el bien nos hace más humanos, elegir el mal nos hace menos humanos. Somos verdaderamente libres en la medida en que hacemos el bien. El mal nos esclaviza y nos hace dañinos para los demás y para nosotros mismos.

Jesús, el modelo supremo del hombre libre, decidió y dirigió su vida hacia la Voluntad del Padre y hacia el don de Sí mismo a los hermanos, hasta dar la vida. Ese es el camino de la libertad cristiana. Ese es el estilo que un cristiano está llamado a vivir en todas sus relaciones. Ese es el norte de nuestra existencia. Superar el pecado, el vicio, dejar que Cristo libere nuestra libertad de toda atadura, es nuestra lucha. En esa lucha Cristo es nuestro maestro y nuestra fuerza.

¿Cómo vivir esa libertad en este mundo? ¿Cómo hacerlo en medio de la sociedad a la que pertenecemos, nuestra familia, nuestros pueblos y ciudades, nuestra patria?

La persona humana no es un individuo encerrado en sí mismo, la apertura a Dios y a los demás es el rasgo que la caracteriza y la distingue: sólo en relación con la Trascendencia y con los demás, la persona alcanza su plena y completa realización. La vida social es una dimensión esencial e ineludible para el hombre[1]. Relacionarnos con los demás es una exigencia de nuestro ser humanos. Por eso la convivencia civil y política no surge del elenco de los derechos y deberes de la persona sino que adquiere todo su significado si está basada en la amistad civil y en la fraternidad.

La convivencia entre ciudadanos, cuando se basa en la amistad, se construye por el desinterés, el desapego a los bienes materiales, por la disponibilidad interior a ayudar al otro. Para nosotros, cristianos, las justas relaciones, sean entre patronos y empleados, entre gobernantes y ciudadanos, entre ricos y pobres, suponen querer el bien del otro, como corresponde a la dignidad de personas humanas deseosas de justicia y fraternidad.

III

En esta hora de la patria, constituye un compromiso especial de los cristianos apostar a transformar el clima de enfrentamientos que duele y traba la marcha hacia un futuro mejor, apostar por cultivar relaciones sanas, respetuosas, que permitan un diálogo constructivo, mirando el presente y el futuro, sin ideologías reductivas, sin negar las propias equivocaciones y  responsabilidades, con capacidad de autocrítica, con respeto al lugar que la Providencia ha asignado a los otros, con magnanimidad para reconocer los aciertos del opositor, con paciencia, con capacidad de mirar al largo plazo. Los argentinos tenemos derecho a un futuro mejor. Los dirigentes debemos recordar que la autoridad con la que se nos invistió no es propiedad nuestra, es sólo un mandato que Dios nos concede por un tiempo y del que debemos rendir cuentas al mismo Dios y nuestros hermanos. La hora es difícil y grava sobre todo en los más pobres, no los sobrecarguemos con nuestras inmadureces y peleas. Creamos que es posible cultivar la amistad social también en el ámbito de la política, de la economía, de la cultura, de los vínculos interreligiosos.

Es necesario focalizar los esfuerzos para luchar no contra nuestros hermanos sino contra aquello que nos destruye: la violencia, el flagelo de la droga, la inequidad social con su secuela de una pobreza creciente, la cultura de la muerte, la pérdida de la calidad educativa.

Crece la violencia verbal en nuestras relaciones y asistimos también a situaciones de violencia física que exigen detener esta escalada. El flagelo de la droga está destruyendo sin piedad una generación de jóvenes. La droga deshumaniza al que la consume, quita la paz a los hogares, los destruye económicamente, atenta contra la unidad de las familias. Todos debemos hacer lo posible por detener este tsunami destructor. Luchar contra la inequidad social es también tarea de cada ciudadano. Al estado le corresponde crear y sostener las condiciones para que las personas y las instituciones desarrollen toda su capacidad para realizarse con los demás, pero también a cada ciudadano se le pide aportar lo suyo. Si no crecemos todos juntos un poco, aún a costa de sacrificios de aquellos que tenemos algo más, nunca seremos una nación digna. Las estadísticas nos hablan de la pérdida de la calidad educativa; revertir la tendencia es urgente y es tarea de todos aportar lo que nos corresponde. Sólo una visión centrada en el valor de la persona del alumno, capaz de hacernos descubrir cuánto tiene de misión la tarea educativa, renovará nuestras escuelas. Cuantas más posibilidades tecnológicas tenga un alumno, más necesita el acompañamiento cualificado y humanizador de su docente. Revertir la cultura de la muerte es también urgente. ¿Se evalúa el daño producido por leyes aprobadas que pueden hacer legal ciertas acciones, pero nunca llegarán a hacerlas legítimas: la ley del aborto, el intento de proponer la ley de la eutanasia y otras ¿cuánto daño producen? ¿Nos animamos a evaluar seriamente la cuestión?

IV

La tarea es difícil. La situación nos recuerda el camino de Elías por el desierto. También nosotros, como el profeta, caminando en el desierto de nuestro tiempo, podemos experimentar el cansancio y gritar al Señor: ¡Basta ya! ¡Yo no valgo más que mis padres! Y escucharemos la voz de Jesucristo que dice: “¡Levántate, come!”. La Eucaristía aparece con toda su fuerza. Es el Misterio Pascual de la victoria sobre la muerte que, realizada definitivamente por el Señor Jesucristo, se hace comida y bebida para fortalecernos y acompañarnos en la transformación del mundo.

La Eucaristía es alimento del caminante, es prenda de esperanza y fuente de reconciliación y fraternidad.

La Eucaristía es alimento del caminante, en primer lugar, porque te marca la justa dirección del camino de la vida. Te indica y te da la meta: es Cristo. Es prenda de vida eterna, pero, quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá, posee aquí la vida eterna. Por eso el cristiano está llamado a dedicarse cada día a su trabajo, a su responsabilidad respecto a esta vida. El Evangelio nos urge a no descuidar los deberes de ciudadanos de este mundo, a enfrentar los graves problemas del mundo de hoy con la misma actitud de Jesús, que lavó los pies a sus discípulos.

Si los cristianos asumimos seriamente esta tarea, seremos capaces de ofrecer a los hermanos un signo de esperanza. No todo está perdido, queridos hermanos. Hay muchos que luchan por un mundo mejor dando lo mejor de su vida por los demás. La tarea generosa de tantos voluntarios que sirven sin esperar nada a cambio, el testimonio honesto de muchos que trabajan en diferentes espacios de nuestra sociedad aportando cada día su esfuerzo y dedicación nos recuerdan que el Señor no nos abandona.

En el origen mismo de la Eucaristía está el misterio de la Iglesia. Jesús eligió a los Doce, a su Apóstoles, y es a ellos a quienes confió el Misterio de la Eucaristía en la última Cena: “Hagan esto en conmemoración mía”. Recordaba el Papa San Juan Pablo II que en la Eucaristía cada uno de nosotros recibe a Cristo y Cristo nos recibe a cada uno de nosotros[2]. Esta íntima unidad exige una unidad de vida que compromete la conversión personal para que la comunión sacramental no esté falseada por una vida alejada de Él y además compromete la conversión hacia la unidad de toda la Iglesia. Una espiritualidad eucarística no se queda en una piedad individualista, sino que compromete mi vida en la unidad de la Iglesia para construir la unidad de toda la humanidad.

En ese camino de comunión con Cristo y los hermanos, en esta hora de la historia de nuestra patria y de la humanidad, vamos a celebrar el Pacto de Fidelidad. Miremos al Señor: ¡Aquí tienen al hombre! Es Dios. Con Él, comprometámonos en un camino de crecimiento humano y cristiano. Estamos delante de su Cruz del Milagro, al pie está María, nuestra Señora del Milagro. Ser cristianos eucarísticos implica recibir el don que Jesús vuelve a darnos desde la Cruz: su Madre.  Significa comprometernos a vivir como Cristo en esta hora, aprendiendo de María y dejándonos guiar por Ella.

En esta sociedad que sufre la corrupción y la falta de un compromiso sólido, ofrezcamos el propósito de crecer en laboriosidad, en honradez y en honestidad. Escuchemos la plegaria de los devotos y peregrinos que claman al Señor y a su Madre pidiendo que podamos superar las dificultades de esta hora de la patria. No hay odio en sus plegarias, no hay revanchas, es una oración que nos interpela a todos. Escuchémosla.

Esta mañana queridos hermanos en la misa fue invitada la señora Damiana a darnos su testimonio, no fue nada preparado, fue una inspiración de monseñor Jorge García Cuerva que le pidió al Padre Cristián Gallardo que por favor subiera. Veinticuatro años caminando, aún con enfermedades, fue bastón de monseñor Dante Bernacki durante años. ¿Qué hizo? ¿Quejarse? No, repitió hasta el hartazgo que hay que ser agradecidos.  Todos los años decía que no podía, pero como monseñor Bernacki pudo.  Escuchemos esa oración.

                En esta hora en la que vemos crecer la pobreza y nos abofetea la inequidad, propongámonos ser austeros y muy solidarios con los que nos necesitan. No temamos perder algo de nuestra comodidad en favor de los más pobres. No hagamos ostentación provocando mas dolor a los agobiados por la pobreza.

                Que el orgullo autosuficiente abra espacio a la humildad de reconocer a Dios su lugar, el primer lugar. El testimonio de nuestros peregrinos, la caridad de quienes los reciben o acompañan nos muestra que cuando reconocemos a Dios, podemos transformar los vínculos humanos en esa fraternidad que multiplica el bien, alegra el corazón y renueva la esperanza. El Milagro es el testimonio más elocuente del poder transformador de la fe. Reconozcámoslo.

                En la celebración del 50° aniversario del Congreso Eucarístico Nacional en Salta, le entregamos la posta a los jóvenes que están organizando el Encuentro Eucarístico que  celebraremos dentro de veintiocho días en la Parroquia de Aparecida. A ustedes les toca construir un futuro con este estilo de vida. Que resuene como en aquella ocasión, en el corazón de la patria, el grito de San Pablo: “Déjense reconciliar con Dios!”. Que nos abrace a todos el Señor. Amén.


[1] Cfr. PONTIFICIO CONSEJO DE JUSTICIA Y PAZ, Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, {CDSI) 384.

[2] SAN JUAN PABLO II, Ecclesia de Eucaristía, 22

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