“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción” (Lc 4,18).
Queridos hermanos presbíteros, queridos diáconos,
Queridos religiosos y religiosas,
Queridos laicos, que traen en su presencia a los cristianos que caminan en nuestras parroquias, en los pueblos y ciudades de nuestra Arquidiócesis.
La Celebración de la Misa Crismal, que es la expresión más luminosa de la Iglesia, nos reúne en esta tarde llena del Misterio de la entrega radical y plena de Nuestro Señor Jesucristo hasta dar la vida por todos los hombres.
Se trata de una Celebración que expresa con transparencia y luminosidad el carácter sinodal de la Iglesia católica. Somos miembros del Pueblo de Dios con el que caminamos junto a todos los hermanos y necesitamos escucharnos, escuchando y alabando al Señor. La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida de la Iglesia, alimenta en ella la dimensión sinodal, puesto que abre nuestros oídos a la Palabra de Dios y desde ella nos invita a caminar en el quehacer diario con los hermanos, como hermanos.
La acción primera que alimenta la “sinodalidad” como actitud del caminar juntos es la escucha. Primero debemos escuchar a Dios: “Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor” (Deut 5,4).
Aun cuando Moisés puede estar cara a cara con Dios, lo que hacen es hablar (Cfr. Ex 33,11. En el Antiguo Testamento el llamado decisivo es a escuchar (Is 1,2.10) y escuchar implica obrar en obediencia que se hace búsqueda (Jer 29,13).
También en el Nuevo Testamento la revelación es palabra, mensaje. Escuchando recibimos lo que Jesús hizo y dijo. Por eso la fe y la obediencia son los distintivos del verdadero escuchar cristiano.
Jesús escucha y responde a Juan que se resiste a bautizarlo (Mt 3,15 ss) , enseña a escuchar sus palabras (Mt 6,21), escucha al leproso (Mt 8,1ss) y al Centurión ((,5ss).
Este tiempo marcado por el Sínodo de la Sinodalidad estamos desafiados a escuchar y a escucharnos. Es lo que venimos haciendo en reuniones diocesanas, decanatales, parroquiales, de organismos, movimientos e instituciones. Es lo que acabamos de hacer en nuestra reunión de presbiterio.
Los sacerdotes hemos de convertirnos en verdaderos escuchadores del Pueblo de Dios para discernir en el día a día la Voluntad de Dios sobre nuestras vidas y la vida de nuestras comunidades, para descubrir el designio de Dios sobre nuestra Arquidiócesis.
En esta tarea de escuchar, de abrir el oído y el corazón para conocer a los hermanos y a Dios que por ellos se manifiesta quisiera compartir con ustedes, queridos hermanos presbíteros y con toda la comunidad, algunas reflexiones sobre nuestra misión de servidores de la Reconciliación. Especificando un poco más, permítanme hablar sobre nuestro servicio en el sacramento de la penitencia.
El servicio de la Reconciliación constituye un honor de nuestro ministerio. Actuamos in persona Christi y, por ello, debemos mirar al Gran Pastor de las ovejas, Jesucristo.
La ordenación sacerdotal nos ha constituido servidores. Nuestra vocación es estar al servicio de los fieles. El honor de ser servidores, ser sujetos activos de la Reconciliación, nos impulsa a imitar a Jesucristo que, en la Cruz, se entregó para el perdón de nuestros pecados. Actuemos siempre por amor a los fieles con diligencia y disponibilidad para ofrecer a los que buscan el perdón del Señor en el sacramento de la Reconciliación. Los actos ministeriales son una fuente de espiritualidad para nosotros, marcan el ritmo de nuestras vidas y nos ponen a tono en nuestra unión a Cristo.
Enseñaba el Papa San Juan Pablo II: “El sacerdote, como ministro del sacramento, actúa in persona Christi… El penitente en la confesión sacramental realiza un acto teologal, es decir, dictado por la fe, con un dolor derivado de motivos sobrenaturales, de temor de Dios y caridad, con vistas a la recuperación de la amistad con Él y, por consiguiente, con vistas a la salvación eterna”[1]. Esto nos compromete a prepararnos en el Espíritu para ofrecer el sacramento, a celebrar con los fieles abiertos a la acción del Espíritu y a ser dóciles al Espíritu siendo también nosotros penitentes que frecuentamos el Sacramento de la Reconciliación. No somos profesionales que atendemos pacientes, somos pastores que acompañamos a los hermanos, caminando juntos los senderos de la verdad de ser hijos de Dios.
Somos hombres de la Iglesia, de la Iglesia cuyo único dueño es Jesucristo. El Papa San Juan Pablo II nos recordaba: “La celebración del sacramento de la penitencia siempre es acto de la Iglesia, que en él proclama su fe y da gracias a Dios que en Jesucristo nos ha liberado del pecado”[2]. Ayudemos a nuestros fieles a vivir el clima de fe y de acción de gracias que deben caracterizar el Sacramento. Hablemos del triunfo de la misericordia del Señor. No olvidemos que Jesús quiso instituir el sacramento en el clima de su Resurrección cuando se apareció a los Apóstoles reunidos en el cenáculo. Que nuestro modo de celebrar transmita la esperanza que brota del Sepulcro abierto del Salvador. Respetemos las normas de la Iglesia en el ejercicio del ministerio de la Reconciliación.
Imitemos al Señor que fue compasivo y misericordioso, atentos a los que a Él se acercaban, benigno con los pecadores arrepentidos, capaz de ponerse en lugar de los demás e infundir esperanza. Sigamos a Jesucristo que mostró el Rostro Paterno de Dios, nos enseñó que es Nuestro Padre y nos hizo descubrir el sentido de la Providencia.
No nos olvidemos de la obligación de guardar el sigilo sacramental que es un testimonio de la Misericordia de Dios y una expresión del máximo respeto a la dignidad del penitente y a su derecho a la buena fama. Decía San Juan Pablo II: “La misma condición de ministro in persona Christi funda en el sacerdote la obligación absoluta del sigilo sacramental sobre los contenidos confesados en el sacramento, incluso a costa de la vida, si fuera necesario. En efecto, los fieles confían el misterioso mundo de su conciencia al sacerdote no en cuanto persona privada, sino en cuanto instrumento, por mandato de la Iglesia, de un poder y de una misericordia que son sólo de Dios[3]
Es muy grande el honor del sacerdote que confiesa. Es un ministerio que nos honra, por eso debemos formarnos permanentemente en la teología, en la moral y también en el conocimiento de la psicología de las personas. Preparémonos para confesar rezando. Una Iglesia de puertas abiertas se expresa en nuestra apertura para ofrecer el sacramento de la misericordia. Este gesto nuestro es como el dintel de la Iglesia que acoge a todos.
En la fórmula sacramental de la absolución decimos: El Señor te conceda por el ministerio de la Iglesia el perdón y la paz. El penitente busca la paz. Que nuestro modo de tratarlos, que nuestra fidelidad a lo que prescribe la Iglesia ofrezcan a todos el espacio para la paz.
Queridos hermanos sacerdotes. Permítanme agradecerles a todos ustedes por su servicio a la reconciliación de los hermanos. No bajemos los brazos, superemos los cansancios. No tengamos miedo.
Quizás alguno piense que esta cuestión se circunscribe a los vínculos mas personales y por ello no tendrían que ver con la sinodalidad como el “escuchar a todos”. Permítanme recordarles que quien devolvió y sostuvo la conciencia de pueblo a toda una región del sur italiano en los tiempos dolorosos de la segunda guerra mundial fue San Pio de Pietrelcina. Las multitudes que se convocaron en tres plazas públicas para su canonización testimoniaron esto. Y, en la celebración del Jubileo de la Misericordia convocado por el Papa Francisco hace seis años, una de las mayores concentraciones de fieles fue la motivada por la llegada a la Basílica de San Pedro de restos del P. Pío y de San Leopoldo de Castelnuevo, también él un confesor fiel hasta el heroísmo.
Es que, un cristiano no que revive su bautismo en la Reconciliación sana de la contradicción que produce en su ser el pecado y es restablecido en su verdad de miembro vivo de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. Por ello, cuando arrepentidos nos confesamos, podemos vincularnos plena y gozosamente a la Eucaristía que es fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, una y santa.
Que el Señor nos bendiga a todos. Queridos hermanos: recen por nosotros, que somos sus sacerdotes. Queridos sacerdotes: seamos servidores de la paz desde la Reconciliación. Amén.
Mario Cargnello
Arzobispo de Salta
[1] SAN JUAN PABLO II, Discurso a la Penitenciaría Apostólica, 31 de marzo de 2001.
[2] Ídem
[3] Ídem.