Misa Estacional

14 de septiembre de 2021 – Catedral Basílica de Salta

Homilía

 

Amados hermanos, compartiendo estas hermosas fiestas en honor al Señor y a nuestra Madre del Milagro. Estamos peregrinando como tanta gente que viene caminando hacia aquí.

Saludamos de un modo especial  a Mons. Eduardo Eliseo Martín, Arzobispo de Rosario y Mons. Marcelo Martorell, Obispo Emérito de Iguazú.

Damos gracias a Dios que podemos compartir nuestra fe en Jesucristo Crucificado, celebrando hoy la Exaltación de la Santa Cruz queremos contemplar como la Cruz del Señor es luz para el mundo que disipa las tinieblas del error, que nos aproxima a la verdad y nos enseña qué es lo definitivo, qué es lo que no tiene contenido, a una cultura que le gusta vivir de lo relativo y un relativismo que va sacando del medio los contenidos fundamentales de la existencia humana, incluso atropellando los derechos humanos.

La Cruz es luz nos aproxima a la verdad y nos acerca al contenido mismo de quién es Dios, cómo es Dios y quien es el hombre para Dios. Desde esta luz, que es la Cruz que se levanta para todo aquel que la vea, se salve. Nosotros también somos y estamos llamados a ser crucificados con Jesús para ser luz.  No porque nos guste sufrir, sino sólo porque en la medida que nos identificamos con Él, podemos llegar a ser luz en medio de tanta oscuridad.

La Cruz es para nosotros vida, no es el signo de la muerte con el que crucificaron a Jesús. La Cruz es el signo de la vida en el que Jesús da su vida por nosotros y, de su costado derrama sangre y agua, entregándonos lo más precioso que nosotros tenemos que es su vida divina, que se comunican a través de los sacramentos.

Esa vida de Dios en nosotros, nos renueva, nos lava, nos purifica, nos perdona y nos anima a recuperar la esperanza perdida por el pecado. Si Jesús no hubiera dado la vida por nosotros, no hubiera resucitado, esta Cruz carecería de significado.  Pero justamente porque Él ha resucitado, esta Cruz se convierte en signo de vida y en causa de vida para todos aquellos que creen el Él.

La vida es lo que más buscamos, lo que más anhelamos, buscamos no sólo una  vida digna sino una vida plena y, esa plenitud de vida, sólo Dios la puede dar. Y por eso acudimos al Crucificado, acudimos a Él para que nos comunique su vida y nosotros poder ser comunicadores de esa vida que viene de Dios y que se nos da a cada uno de nosotros.

La Cruz es escuela, es escuela del amor, para aprender a amar a Dios y a los hermanos. Por eso esta doble dimensión de la Cruz está firmemente entroncada en nuestra tierra, mira hacia al cielo pero abraza a toda la humanidad. Esta Cruz nos enseña a ser síntesis de toda la vida cristiana que implica a aprender a amar como Él nos amó. Es escuela de renuncia de nuestras comodidades  para salir al encuentro de aquellos que nos necesitan. Es escuela que nos enseña a morir a todo aquellos que no es propio de Dios y que no nos conduce a Dios, por eso la ascesis, el esfuerzo, el trabajo, la lucha cotidiana que tantos hermanos tienen, pero identificándose con la Cruz.

En esta escuela de amor la Iglesia aprende a ser sinodal como lo pide el Papa Francisco y a ser misionera, que forman parte de la esencia misma de la Iglesia. La Iglesia está llamada a aprender de esta sinodalidad, que es este abrazo fraterno que Él nos da, que nosotros en comunión podemos darnos para no pensar la misión de la Iglesia desde perspectivas individualistas, aisladas, separadas, disparadas en sentidos diversos sino sobre todo buscando la conjunción, el encuentro, un trabajo hecho desde la solidaridad, desde gesto amoroso de Dios que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Ese trabajo que Dios nos ha indicado solamente se puede hacer abrazando la Cruz de Jesús, abrazando a Jesús en la Cruz, siendo obedientes como Él a la voluntad del Padre. Porque si hay algo que quedo claro en ese discernimiento doloroso de Jesús es que no lo fue fácil asumir la voluntad del Padre, incluso llegó a distinguir claramente su voluntad y la del Padre cuando dijo: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.  Y de las cosas que más nos cuesta como Iglesia, como discípulos del Señor es a obedecer a Dios y obedecerlo en esas cosas que tal vez son más dolorosas de aceptar, de asumir, pero quizás lo que más nos cuesta está el perdón. El amor tiene como corona la capacidad de perdonar. Quien perdona es porque ama mucho y solamente en el perdón podremos volver a encontrarnos entre nosotros como hermanos, por eso la Iglesia necesita ser un vivo testimonio de comunión para un país que se desangra, para una sociedad que le gusta el enfrentamiento, la grieta más que la comunión, más que el encuentro fraterno. Disfrutamos más de ver la derrota del otro que de haber alcanzado el logro, el triunfo del amor que reina de la comunión entre nosotros. Por eso necesitamos aprender  de la Cruz, que es la escuela del amor, es la escuela de la fraternidad, de la solidaridad, de la misión, del dar la vida, del morir a nosotros mismos para poder comunicar la vida de Dios a los hermanos.

En estas Fiestas resuena el llamado que el Papa nos hace a ser discípulos y misioneros, los obispos latinoamericanos en Aparecida dieron ese nuevo dinamismo, esa nueva formulación de la identidad cristiana que es su condición discipular y es su condición  misionera que van íntimamente ligados, no porque la Iglesia tenga que renunciar a enseñar y ser maestra. Pero sobre todo tiene que recuperar su actitud de aprendizaje en un tiempo tan difícil en donde se nos han cambiado por parámetros y tendremos que volver a pensar con qué términos, con que actitud tendremos que salir al encuentro de un mundo que ha cambiado mucho y está cambiando aceleradamente. Eso también es un gesto de caridad, un gesto de solidaridad con una sociedad confundida que no tiene parámetros objetivos, sino que está ligado a subjetivismo que genera cada vez mayor confusión.  Como un acto de amor tendremos que enseñar desde la proximidad y desde el dialogo.

Que estas fiestas  sean para nosotros un aprender a vivir y a morir como Jesús lo hizo, por amor, por obediencia a la voluntad del Padre y sobre todo para dar vida al mundo.

 

 

Mons. José Antonio Díaz

Obispo de Concepción

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