Homilía

Textos:

1ª Lect: Is 61,1-3ª.6ª.8b-9

Sal 88

2ª Lect: Apoc 1,5-8

Evang: Lc 4, 16-21

Queridos hermanos:

                                               El Evangelio que ha sido proclamado nos pone delante del Señor Jesucristo, el Ungido. En la Nueva Alianza todo adquiere valor porque todo procede del Ungido por excelencia, de Jesucristo. ¡Él es el centro del Pacto Nuevo, Él es todo!

                                               Mis queridos hermanos presbíteros:

                                               Por el sacramento del Orden nosotros, como cristianos que somos y para los cristianos y los hombres y mujeres de buena voluntad para los que fuimos ordenados sacerdotes, estamos obligados a caminar hacia la perfección a la que Cristo llama en el Evangelio: “Sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo” (Mt 5,48).

                                               Enseña el Concilio Vaticano II: “Los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección, ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote Eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano” [1]. Cuando hablamos de perfección estamos hablando de la santidad de vida que nos hace decir con el Apóstol: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál 2,20).

                                               Esa santidad es obra de Dios en nosotros, en todos nosotros, los cristianos y se alimenta por el vínculo profundo que, brotando de la alianza bautismal y sacerdotal, se alimenta en la oración personal. Recuerda el Papa Francisco: “La santidad está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración. El santo es una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios”[2]. Así nos lo enseña Jesús cuyas largas madrugadas de encuentro con el Padre marcaron su vida, así nos lo encomendó al enseñarnos el Padre Nuestro. Orar es abrirse confiadamente a Dios omnipotente, bueno y sabio, conscientes que el protagonista de nuestra oración es siempre Dios y nosotros escuchamos, adoramos, esperamos y nos alegramos en Él.

                                               Cuando fuimos bautizados nos entregaron el Credo, la Profesión de nuestra fe y el Padrenuestro, la expresión de nuestra esperanza. El Padrenuestro acompaña nuestra existencia. Lo rezamos en la culminación de la Plegaria Eucarística y en las horas mayores de la Liturgia cotidiana, en el Rosario y, quiera el Señor que así sea, nos ha de acompañar en el momento de nuestra muerte.

                                               Quisiera, queridos hermanos sacerdotes y queridos hermanos todos, reflexionar en el Padre Nuestro como proyecto de vida cristiana y sacerdotal. Seguiremos el orden de las siete peticiones a partir de la Invocación inicial.

  1. Padrenuestro que estás en el cielo.

Enseña San Cipriano: “El hombre nuevo, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar: Padre, porque ya ha empezado a ser hijo. Dice el Evangelio: La Palabra vino a los suyos y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1, 11-12). Por esto, el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser hijo de Dios debe comenzar por hacer profesión, lleno de gratitud, de su condición de hijo de Dios, llamando Padre suyo al Dios que está en el cielo”[3]

La experiencia de ser hijo es fundamental en la vida de un sacerdote. El Padre nos ha elegido en Cristo y nos ha concedido el Don de identificarnos con su Hijo otorgándonos la dignidad del presbiterado, renovando en nuestro corazón el Espíritu de Santidad[4]. Jesús nos ha hecho sus amigos. Somos hijos y amigos, los que compartimos el secreto de su Corazón como el discípulo amado y hacemos nuestra la locura del “Padre que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2,4). Una conciencia filial que se hace presente en nuestra vida es alimento de nuestra entrega sacerdotal fiel y gozosa. Es el motor que nos impulsa a hacernos cargo de todos, es fuente de nuestra paciencia y de nuestra alegría.

  1. Santificado sea tu nombre

En el Nuevo Testamento, sobre la base del Antiguo, se ve la santidad como la naturaleza más íntima de Dios. Abarca la omnipotencia, la eternidad y la gloria de Dios y evoca un temor reverente. San Pedro nos enseña que el Dios santo exige un pueblo santo (1Pe 1,15-16). El Padrenuestro nos enseña que Su Nombre ha de ser santificado. Jesucristo es Santo y la santidad del Espíritu es inseparable de la de Cristo.

El mismo Pedro nos enseña que la comunidad es santa (1Pe 2,9) y que los cristianos debemos ser santos. Pablo nos enseña que el servicio mutuo del amor da expresión a la santidad (Ga 5,13). Aquí se inserta nuestra tarea: santificarnos y transmitir la santidad de Dios, de Jesús, a los hermanos por obra del Espíritu Santo. Todo nuestro ministerio profético -al servicio de la Palabra de Dios y desde ella a nuestros hermanos-, sacerdotal -en la vida litúrgica-sacramental- y pastoral, debe estar al servicio de la santidad de los demás. Esto nos compromete a tomar en serio nuestra existencia para clarificar nuestro testimonio viviendo la unidad de vida sin ambigüedades ni hipocresías.

Un servicio concreto que debemos ofrecer es saber descubrir la santidad de Dios en “los santos de la puerta de al lado”. El Papa Francisco afirma: “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir cada día, veo la santidad de la Iglesia militante”[5]. ¡Cada uno de nosotros está llamado a ver y conmoverse ante tantos signos de santidad en nuestros fieles!

  1. Venga a nosotros tu Reino

Enseña el Papa Benedicto XVI: “Con esta petición reconocemos en primer lugar la primacía de Dios: donde Él no está, nada puede ser bueno. Donde no se ve a Dios el hombre decae y decae también el mundo. En este sentido, el Señor nos dice: “Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,33). Con estas palabras se establece un orden de prioridades para el obrar humano, para nuestra actitud en la vida diaria. En modo alguno se nos promete un mundo utópico. Jesús no nos da recetas simples, pero establece una prioridad determinante para todo: “Reino de Dios” quiere decir, “soberanía de Dios” y eso significa asumir su voluntad como criterio… Con la petición “venga tu reino” el Señor nos quiere llevar a pedir un corazón dócil, para que sea Dios quien reine y no nosotros. El Reino de Dios llega a través de un corazón que escucha”[6].

Cuando nos decidimos por Dios, somos aptos para el Reino. Esta es nuestra tarea. Decidirnos por Dios cada día, y acompañar a nuestros hermanos con la palabra y el testimonio sosteniendo esta decisión por Dios, cueste lo que cueste.

  1. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo

La voluntad del Padre es el alimento y la razón de ser de la existencia de Jesús (cfr. Jn 4,34). Ella unifica su existencia y la tensa como un arco hasta la muerte asumida en la plenitud de la agonía del Huerto: “Padre, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mt 26,39).

Esta unidad del ser y misión de Cristo hacia el Padre es el paradigma de nuestra vida y ministerio. El Concilio Vaticano II enseña: Los presbíteros “envueltos y distraídos en las muchísimas obligaciones de su ministerio, no sin ansiedad buscan cómo puedan reducir a unidad su vida interior con el tráfago de la actividad externa. Esa unidad de vida… pueden construirla… si, en el cumplimiento de su ministerio, siguieren el ejemplo de Cristo, cuya comida era hacer la voluntad de Aquel que lo envió para que llevara a cabo su obra… (Cristo) permanece siempre principio y fuente de la unidad de vida… (Y) la fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia. Así pues, la caridad pastoral pide que, para no correr en vano, trabajen siempre los presbíteros en vínculo de comunión con los Obispos y con los otros hermanos en el sacerdocio. Obrando de esta manera, los presbíteros hallarán la unidad de su propia vida en la unidad misma de la misión de la Iglesia, y así se unirán con su Señor, y, por Él, con el Padre, en el Espíritu Santo, para que puedan llenarse de consolación y sobreabundar de gozo”[7].

Quisiera traer aquí la memoria de Mons. Carlos Mariano Pérez, el venerable arzobispo que en fidelidad al Concilio Vaticano II impulsó en esta Iglesia particular la catequesis, la liturgia, la fraternidad presbiteral, la cercanía a todos los fieles, con la alegría de cumplir la voluntad de Dios; y a su lado recordar a Mons. Manuel Díaz que pocos días antes de morir, me confesaba su alegría por ser sacerdote.

  • Danos hoy el pan de cada día

Esta es la cuarta petición del Padre Nuestro, que parece la más humana de todas: el Señor, que sabe orientarnos hacia lo esencial, sabe también de nuestras necesidades terrenales y las tiene en cuenta. Pedir el pan es un antídoto contra la tentación del orgullo de pensar que podemos darnos la vida por nosotros mimos o sólo con nuestras fuerzas. Podemos y debemos pedir. Nosotros pedimos el pan “nuestro”, es decir, también el pan de los otros. El que tiene pan abundante está llamado a compartir. Cada pedazo de pan es de algún modo un trozo del pan que es de todos, del pan del mundo, enseñaba San Juan Crisóstomo.

San Cipriano observa que el que pide el pan para hoy es pobre. La oración supone la pobreza de los discípulos. Nos invita a preguntarnos hasta qué punto contamos con la acción de la divina Providencia en nuestra vida y no vivimos obsesionados por asegurarnos hasta la avaricia en lo que tenemos, en lo que acumulamos. En este sentido, para nosotros, los sacerdotes, es una invitación constante a revisar la austeridad en nuestro estilo de vida.

El pedido del pan “de cada día” nos remite también a la experiencia del Pueblo que era alimentado cada día por el maná en el desierto. Aparece allí una segunda dimensión de esta súplica: la Eucarística. De hecho, los Padres de la Iglesia han interpretado casi unánimemente la cuarta petición del Padrenuestro como la petición de la Eucaristía. La oración del Señor aparece en la liturgia de la santa Misa como si fuera en cierto modo la bendición de la mesa eucarística. No es esta una evasión del compromiso por el pan para los hermanos. Si pedimos el Pan eucarístico, que es el alimento de la consanguinidad con Dios recibida en el bautismo, .debemos hacernos cargo de todos los hermanos  porque con ellos formamos un solo Cuerpo, el Cuerpo del Señor.

  • Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

En el mundo existen ofensas: ofensas entre las personas humanas, ofensas a Dios. Superar la culpa es una cuestión central de toda existencia humana; la historia de las religiones gira en torno a ella. La ofensa provoca represalias y se forma una cadena de culpas que, sólo el perdón puede superar. Dios es un Dios que perdona porque nos ama; pero el perdón sólo puede penetrar, sólo puede ser efectivo, en quien perdona a su vez.

¿Qué es el perdón? La ofensa es una realidad que causa una destrucción que se debe reconstruir. Por eso el perdón es mas que ignorar u olvidar. El perdón cuesta, sobre todo al que perdona: tiene que superar en su interior el daño recibido hasta tal punto que su perdón se derrame reconstruyendo al ofensor para que ambos salgan renovados. Aquí aparece el misterio de la Cruz de Cristo. Pero antes nos encontramos con nuestra impotencia ante la prepotencia del mal. El mal tiene mil formas, el amor tiene una sola, que es el Hijo amado de Dios: Jesucristo.

Aquí podemos contemplar el misterio del Sacramento del perdón y descubrir la hondura del servicio sacerdotal que el Señor Jesucristo nos ha confiado: somos vehículos del perdón de Dios que crea y hace nuevas todas las cosas. Agradezco a mis queridos sacerdotes que dedican generosamente su tiempo a reconciliar a los hermanos con Dios en el sacramento de la Penitencia.

  • No nos dejes caer en la tentación

Debemos distinguir entre la prueba y la tentación. Para madurar, para pasar de la apariencia a una profunda unión con la voluntad de Dios, el hombre necesita la prueba. Las purificaciones, que muchas veces son peligrosas para nosotros porque podemos caer en ellas, son un camino indispensable para llegar a nosotros mismos y a Dios. El amor lleva consigo una carga de purificación, de renuncias, de transformaciones dolorosas y así es un camino hacia la madurez.

En este sentido, nuestro testimonio de vida y nuestra tarea de acompañamiento espiritual debe crecer en la esperanza hecha de aguante, paciencia y mansedumbre. Como nos enseña el Papa Francisco; “Hace falta luchar y estar atentos frente a nuestras propias inclinaciones agresivas y egocéntricas para no permitir que se arraiguen… Cuando hay circunstancias que nos abruman, siempre podemos recurrir al ancla de la súplica, que nos lleva a quedar de nuevo en las manos de Dios y junto a las fuentes de la paz”[8]. En el servicio de la Palabra no presentemos un Evangelio licuado. Debemos recordar que es necesario vigilar y orar.

  • Líbranos del mal.

El que ha pasado el camino de la prueba va adquiriendo la libertad interior. La mirada se hace limpia y profunda y puede reconocer el mal, sobre todo el mal que acecha a cada uno. El que está dentro o fuera de nosotros y nos aleja de él. Líbranos del mal del aburguesamiento, de instalarnos en la comodidad, de la cerrazón ante las necesidades de los hermanos, del egoísmo que nos cierra y pudre nuestro interior, de la falta de fe. San Cipriano afirma: “Cuando decimos “líbranos del mal, no queda más que pudiéramos pedir. Una vez que hemos obtenido la protección pedida contra el mal, estamos seguros y protegidos de todo lo que el mundo y el demonio puedan hacernos. ¿Qué temor puede acechar en el mundo a aquel cuyo protector en el mundo es Dios mismo?”.

Cuando recemos: líbranos del mal pidamos por toda la humanidad, por nuestros fieles, por nuestra Iglesia. Y demos testimonio de la certeza de la protección de Dios, el vencedor del mal con nuestra alegría y serenidad. Hoy, cuando tantos miedos agobian a nuestros hermanos, ¡qué importante es el testimonio de sacerdotes que transmiten la paz brotada de la confianza en el Padre que nos libra del mal. Amén.

                                                                                                      Mario Cargnello

                                                                                                      Arzobispo de Salta


[1] CONCILIO VATICANO II, Decreto Presbyterorum Ordinis -a partir de ahora PO- 12.

[2] FRANCISCO. Exhortación apostólica Gaudete et Exsultate -a partir de ahora GE- 147.

[3] SAN CIPRIANO, Sobre la Oración, cap. 8-9,

[4] Cfr. Ordenación de ordenación del presbítero.

[5] GE 7.

[6] BENEDICTO XVI, Jesús de Nazareth.

[7] PO 14,

[8] GE 114

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