TE DEUM
Ef 2,14-17
Sal 122
Lc 19,41-44
Queridos hermanos:
La escena del Evangelio nos muestra a Jesús que llega al final de su viaje; viaje que, según Lucas, marca la vida del Señor. Desde Galilea ha partido con los ojos fijos en su meta, la Ciudad Santa, el lugar del encuentro de Yahvé con su pueblo: Jerusalén. Y viéndola… se puso a llorar por ella.
El llanto de Jesús manifiesta el amor por su tierra, por su patria; pero, sobre todo, manifiesta el amor por la persona humana, por la humanidad toda y se lamenta porque Jerusalén ha perdido la conciencia de su misión. ¡Jerusalén, tu nombre significa ciudad de paz, pero ahora esto está oculto a tus ojos!
Hoy celebramos el ducentésimo noveno aniversario de la Independencia de nuestra amada Argentina. Permítanme expresar delante de ustedes, ilustres gobernantes de nuestra provincia y de nuestra ciudad, la preocupación de un ciudadano por la vida de nuestra Nación.
Son muchos los ciudadanos que luchan día a día por hacer de nuestra patria una tierra que responda a tantos dones que Dios le ha dado para hacer de ella un pueblo capaz de albergar a todos los hombres del mundo que la quieran habitar. Esos ciudadanos y ciudadanas, pueblan los espacios de la vida social y son la llama de una esperanza que todavía alumbra y dan calor a la vida argentina. Pero, muchas veces asistimos impotentes a situaciones que no alimentan la esperanza de un mañana mejor.
El alarmante descenso del índice de natalidad, la baja de la calidad educativa, el aumento del consumo de estupefacientes que lesiona la salud física, mental y espiritual de personas y familias, el deterioro de la calidad institucional de la Nación, la violencia verbal entre quienes debieran contener a la ciudadanía porque esa es su misión, nos duelen profundamente.
La falta de respeto por la Justicia ignorando sus resoluciones, la caza del poder a costa de la destrucción del adversario ignorando que no somos dueños de la vida de nuestros conciudadanos, asustan y oscurecen el horizonte del futuro. Situaciones de injusticia social que, con el paso de los años no logramos comenzar a revertir, nos recuerdan que lo que cantamos desde hace años en nuestros templos: “No es posible morirse de hambre en la patria bendita del pan”, sigue siendo un mandato no tenido suficientemente en cuenta.
¿Qué decir hoy, en este contexto? Lo que acabo de decir no niega, sino que me lleva a agradecer a tantos de ustedes, gobernantes que luchan denodadamente por superar estos y otros males que afectan a nuestra patria. Me pareció oportuno buscar la luz y traer a nuestra conciencia algunas de las Bienaventuranzas del Señor.
- “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos pertenece el Reino de los Cielos”. Decía San Agustín: “El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en espíritu busca el Reino de los Cielos” (Serm. Do. 1,3). La pobreza en espíritu, es fuente y alimento de verdadera libertad. La libertad es, para la persona humana, signo eminente de la condición de imagen de Dios y de su dignidad, pero no debe ser restringida a un ejercicio arbitrario e incontrolado de la autonomía personal. La libertad existe sólo cuando los lazos entre las personas son regulados por la verdad y la justicia. Todos y cada uno de los ciudadanos deben poder realizar su propia vocación personal. La plenitud de la libertad consiste en la capacidad de disponer de sí mismo con vistas al auténtico bien en el horizonte del bien común universal[1].
Felices los ciudadanos que viven de tal modo su libertad que experimentan dentro de sí mismos, en lo profundo de su corazón, la necesidad de ayudar al otro, más allá de sus límites.
Felices los que crecen en la libertad ayudando al otro a ser libre, señor de sí mismo y servidor de los demás y felices los pueblos cuyos gobernantes promueven esta libertad.
- “Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia”. El Papa Francisco quiso poner el Año Santo que estamos celebrando bajo el signo de la esperanza. La esperanza acompaña la vida como viene. La vida que está hecha de alegrías y dolores, el amor que se pone a prueba cuando aumentan las dificultades y la esperanza que parece derrumbarse frente al sufrimiento tienen necesidad de la paciencia. En nuestro tiempo en el que el espacio y el tiempo son suplantados por el aquí y el ahora, la paciencia debe ser aprendida de nuevo. Si aún fuésemos capaces de contemplar la creación con asombro, comprenderíamos cuán esencial es la paciencia. En el andar de la historia, los tiempos no son nuestros. Las urgencias nos hacen perder de vista el horizonte. Los atropellos terminan destruyendo lo que queremos construir. ¡Qué importante es aprender a recorrer la historia con la paciencia! Los cristianos sabemos qué es un don de Dios. Debemos pedírsela[2].
- “Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia nos recuerda que según su formulación más clásica la justicia “consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido”. Desde el punto de vista de la persona justa se traduce en la actitud determinada por la voluntad de reconocer al otro como persona.
El Magisterio Social invoca el respeto de las formas clásicas de la justicia: la conmutativa, la distributiva y la legal. En el diálogo con la humanidad el Magisterio ha descubierto el crecimiento del relieve de la justicia social, que representa un verdadero y propio desarrollo de la justicia general, reguladora de las relaciones sociales según el criterio de observancia de la ley. La justicia social es una exigencia vinculada con la cuestión social, que hoy se manifiesta con una dimensión mundial. No se puede oponer la justicia en su formulación clásica con la justicia social; ambas se presuponen mutuamente.
Por otra parte, lo justo está determinado por la identidad profunda del ser humano, más que por una cuestión contractual. Esta mirada invita a superar una visión limitada de la justicia y abrirla al horizonte de la solidaridad y del amor[3]. Ya Cicerón lo veía y por eso afirmaba “summum ius, summa iniuria”. Como decía San Juan Pablo II “por sí sola, la justicia no basta. Más aún, puede llegar a negarse a sí misma, si no se abre a la fuerza más profunda que es el amor” (Mensaje para la Jornada de la Paz, 2004).
- “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”. Esta bienaventuranza nos invita a mirar al Señor, al Señor del Milagro. “Cristo es nuestra paz; él ha unido a los dos pueblos en uno solo… Él vino a proclamar la Buena Noticia de la paz, paz para ustedes, que estaban lejos, paz también para aquellos a que estaban cerca”.
Hoy, en un mundo marcado por muchos focos de guerra ¡qué fuerza tiene este llamado del Señor! El Papa León ha atravesado su servicio pastoral por el permanente llamado a la paz. La paz nace del corazón, no se impone. Tendamos puentes, no cavemos fosas.
Sanemos nuestros corazones. No permitamos ni alimentemos sentimientos de odio entre los argentinos. Cuidemos las palabras que pronunciamos. Somos hermanos, estamos en la misma barca. Respetémonos. Como afirma el Papa León: La paz no es sólo un deseo, sino un compromiso personal y cotidiano, que nace de lo más profundo y se nutre de gestos concretos, se construye en el corazón y a partir del corazón”[4].
Doy gracias a Dios y a ustedes, queridos hermanos, los que, en medio de las tensiones, apuestan por el diálogo, por el respeto, por la paciencia, por la paz. No se cansen, no bajen los brazos. El camino es arduo, pero engrandece a todos los argentinos.
Confiemos nuestra Patria a la Santísima Virgen del Milagro. Que Ella nos acompañe.
Mario Cargnello
Arzobispo de Salta
[1] Cfr. Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, 199-200.
[2] Cfr. FRANCISCO, Spes non confundit, 4
[3] Cfr. CDSI, 201-203
[4] LEÓN XIV, “La paz es un compromiso personal que nace del corazón”, respuesta a una joven madre. Vatican News 9.7.25